Siempre se manejan los mismos nombres cuando hablamos de Studio Ghibli, encumbrando a sus grandes obras como El viaje de Chihiro o La princesa Mononoke. El peso de Hayao Miyazaki es intachable en el estudio japonés por filmes como aquellos, pero el mérito de su compañero Isao Takahata muchas veces es injustamente enterrado, y junto a él, la primera película que dirigió bajo la firma Ghibli.
Ya habíamos hablado en este artículo de la influencia que las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki han tenido sobre el manga y el anime por extensión. El impacto emocional que tuvo la destrucción causada por tales armas de destrucción masiva se ha hecho notar en muchos ámbitos del pensamiento japonés, y La tumba de las luciérnagas (火垂るの墓, hotaru no haka) es un extraordinario exponente de ello. Bastante alejada del carácter habitual en las películas de Ghibli, en las que existe un mundo fantástico y seres mágicos habitualmente, la primera película dirigida por Isao Takahata bajo el paraguas de Ghibli se aferra con decisión sobre el realismo.
Es verdad que la calidad de la animación, sin ser mala, está muy por debajo de los estándares que conocemos hoy en día, y que en 1988 eran excepcionales. Sirva la grandiosa Akira como referencia, también del mismo año. Si técnicamente no es grandiosa -aunque con muy buenos planos- y tampoco trabaja el género fantástico, ¿qué hace a esta película característica del Studio Ghibli? Su genialidad reside en el tratamiento de los personajes, otra constante en la labor del estudio de animación japonés.
Vista con perspectiva, La tumba de las luciérnagas sigue sorprendiendo, y por muchos motivos. El tratamiento que hace Takahata del bombardeo nuclear no se centra realmente en el bombardeo -que apenas ocupa la presentación de la película-, sino en lo que queda después de él. Apenas nos da tiempo a vislumbrar cómo era el día a día de los protagonistas antes de que toda su vida se viera literalmente reducida a cenizas. Estamos ante una de las películas más duras y adultas de la filmografía de Studio Ghibli, y por extensión, de la animación japonesa.
Tras el bombardeo, los protagonistas se convierten en supervivientes de la bomba atómica, despectivamente denominados hibakusha en Japón. La película muestra el lamentable proceso desde el día de la explosión hasta la máxima degradación humana de los personajes, acuciados por la enfermedad y la falta de recursos que difícilmente pueden sobrevivir. Si hay algo valiente en el guión de la película es precisamente eso, cómo la bomba ha traído la desgracia y después la sociedad la ha perpetuado.
En uno de los planos más célebres, se ve a la niña jugando en la arena con un gesto lacónico y a punto de echarse a llorar. El fondo de la escena es un paisaje de la ciudad totalmente arrasada y humeante, y alrededor no queda nada. Su hermano trata de revertir la situación, extasiado de presenciar ya no sólo la destrucción de su ciudad, sino cómo esta niña de cinco años la ha presenciado. Tras unos instantes, el hermano camina hacia el fondo de la imagen, de espaldas. Hay lágrimas que es mejor ocultar.
Con la inteligencia que caracteriza a Takahata, los personajes no son tratados explícitamente como víctimas de una guerra ni de una sociedad egoísta. Son un reflejo de la humanidad que todos compartimos, y de cómo las circunstancias modelan nuestra conducta. Como todos los protagonistas Ghibli, en este caso los personajes son seres puros y de buen corazón que, pese a la mayor de las desgracias, nunca se dejan engullir totalmente por la oscuridad y emiten su propia luz. Como las luciérnagas.
Una idea sobre “La tumba de las luciérnagas: una joya del primerizo Studio Ghibli”