Pensamiento japonés

El último samurái y su polémica 16 años después

El último samurái (2003) es otra de tantas megaproducciones norteamericanas que tratan de retratar un momento histórico de un país extranjero. La película fue sometida en su momento a una dura crítica al mismo tiempo que se saldó un buen éxito en taquilla. Con los ánimos más calmados, tras más de tres lustros vamos a desempolvar este largometraje protagonizado por Tom Cruise y ver qué hay de provecho en él.

Reinventar la historia para el gusto occidental

Señalar, de entrada, cuál es el contexto histórico en el que se ambienta ‘El último samurái’ es un ejercicio complicado. La película, al no emplear nombres de personajes ni regiones reales utiliza con mucha libertad eventos que ocurrieron antes, durante y después de la Guerra Boshin (1868). Sin embargo, el argumento proclama situarse estrictamente después, concretamente en la rebelión de Satsuma liderada por Saigō Takamori. Esta rebelión enfrentó a los últimos samuráis contra el nuevo gobierno del Emperador Meiji, victorioso de la reciente guerra contra el derrotado shōgun.

Monumento a Saigô Takamori

Takamori, quien aparece caracterizado como Katsumoto (Ken Watanabe) es un instrumento utilizado por los guionistas para idealizar y ensalzar los valores y tradiciones de los samuráis, empleando para ello una serie de artificios y sucesos falsificados. El filme contrapone las ideas rebeldes de conservación de lo japonés, lo tradicional y lo espiritual frente a la corriente creciente de lo occidental, lo industrial y lo materialista. Los medios que emplea para ello son, por desgracia, del todo erróneos.

Idealizando la figura samurái

Por alguna razón, el argumento se empeña en mostrar un maniqueísmo y contraste que jamás existieron para amoldar la historia al conflicto «buenos vs malos». Tanto en el ejército imperial como en la facción rebelde existían samuráis –algunos reconvertidos tras la Restauración Meiji a aristocracia– que provenían de un sistema corrupto y obsoleto, y de ningún modo se dejaron de practicar modos tradicionales como las artes marciales o la contemplación de la naturaleza por culpa de la modernización, como deja entrever la película.

Samuráis de estilo occidental

El bando imperial se representa como malvado, estrecho de miras y falto de apreciación por lo tradicional, cuando realmente fue un impulso por liberar a la población japonesa del estricto sistema de clases que arrastraba, con un estamento militar privilegiado que ya no tenía razón de ser en una sociedad moderna. El gobierno Meiji no fue perfecto, pero la película no hace ninguna justicia a muchas de las bondades que sin duda tuvo.

Mención especial requiere el apartado militar. Alguien que vea la película sin conocimiento de la historia en la que está inspirado pensaría que antes de la llegada de Tom Cruise a Japón, los nipones no habían tocado un arma de fuego nunca, cuando la realidad es que desde hace casi tres siglos ya se empleaban distintas armas de este tipo –como arcabuces–, siendo un evento célebre el conjunto de tácticas que el histórico señor Oda Nobunaga desarrollase en el siglo XVI. En la historia documentada, ambos bandos en la rebelión de Satsuma utilizaron ampliamente armas de fuego –en ningún mundo paralelo una civilización que ya ha conocido los fusiles volvería a emplear arcos en su lugar. Tampoco sucedió esta batalla «termópilas» que se presenta al final de la cinta para acentuar la heroicidad de Tom Cruise.

Grabado de la batalla de Taharazaka, mostrando a los soldados de Satsuma (derecha) equipados con fusiles

Estos recursos fílmicos, sin embargo, podrían ser aceptables al tratarse de una película claramente comercial. De hecho, el motivo que conduce el guión es, sin duda, hacer una western romántico con el lado indígena, siendo en este caso los japoneses tradicionalistas los que tomarían el papel de indios. El problema más grave, bajo mi punto de vista, reside en la condescendencia con la que se representa a los japoneses, a quienes se ridiculiza en prácticamente todos los ámbitos. Excepto, al igual que se haría con los indios, en su prístino modo de vida en comunión con la naturaleza y la pureza de espíritu.

El héroe norteamericano que no existió

Está documentado que en algún momento de la guerra Boshin un militar francés llamado Jules Brunet serviría al extinto shōgun enseñando a las tropas a manejar la artillería moderna. El personaje de Tom Cruise, probablemente inspirado en Jules Brunet, no hace un mal trabajo al representar la admiración que un occidental sintiese en aquella tierra fascinante y de maneras refinadas que era Japón. Resulta muy excesivo que, en este aspecto, el protagonista norteamericano incluso dé lecciones de filosofía militar oriental a un personaje como Katsumoto o eleve el último de los mensajes pro-samurái al mismísimo Emperador de Japón, quien se caracteriza con acertada sobriedad.

Tom Cruise olvidando su pistola en casa el día de la batalla

Del mismo modo que sucede con tantas películas de producción estadounidense sobre nazismo en la Segunda Guerra Mundial, la influencia que tuvo Estados Unidos en cualquiera de los conflictos militares relacionados con la Restauración Meiji fue mucho menor de lo que la película sugiere, pues fueron franceses y británicos quienes mayor intervención tuvieron. Es otro ejemplo más del centrismo norteamericano que, por desgracia, queda en la conciencia colectiva con el paso de los años.

Polémica aclarada, pues…

No todo en la película es malo, ni mucho menos. Escenografía, vestuario y escenas de acción son de intachable calidad, e incluso para un espectador con conocimiento de los hechos históricos pueden llegar a compensar las dos horas y media de reinterpretación histórica. Para el espectador promedio no hay ninguna duda de que ‘El último samurái’ constituye una obra de entretenimiento que satisface con creces, de manera similar a ‘Memorias de una geisha’ con su correspondiente polémica.

Una pizca de amor romántico y rematamos el blockbuster

Aún con todas las concesiones, es una pena que tal despliegue económico y de grandes actores japoneses, como el mencionado Ken Watanabe o Hiroyuki Sanada –quien por cierto protagonizó solo un año antes la bella ‘El ocaso del samurái’ (2002)– se vea desaprovechado en un largometraje con fines onanísticos para el gran público occidental, cuando podría haber constituido un gran producto para representar con mayor respeto el apasionante Japón de la era Meiji e incluso, por qué no, como medio para ampliar el conocimiento sobre historia japonesa, tan escaso y mitificado en Occidente.

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