Pensamiento japonés

‘El verano de Kikujiro’. Las vacaciones que siempre quisimos vivir

Kikujiro no natsu (菊次郎の夏, El verano de Kikujiro) es, por encima de todo, una historia especial. Es única porque, a diferencia de las historias corrientes, existen varios ángulos para interpretarla, siendo el más importante el que nos transmiten sus dos personajes principales. Ambos comparten el viaje más significativo de sus vidas por motivos curiosamente accidentales.

Takeshi Kitano, célebre e intachable cineasta japonés es el director, guionista y coprotagonista de ‘El verano de Kikujiro’, pero eso por sí solo no nos da muchos detalles sobre la naturaleza de la misma. La habilidad de Kitano para abordar el cine en sus múltiples géneros y enfoques es de sobra conocida, y tras 20 años desde que el filme se lanzó, hoy ya se erige sin ninguna duda como un punto de inflexión en su carrera. Este es sin duda un largometraje excepcional, de sensibilidad extrema y incontestable madurez que sobresale en la carrera de Kitano.

El argumento nos sitúa rápidamente en materia, apenas colocando los preámbulos justos y necesarios para empezar a cocinar su principal atractivo: la relación de Kikujiro y Masao, los dos protagonistas que ocupan casi por completo las más de dos horas de película.

Kikujiro, interpretado por Kitano, es un yakuza venido a menos de mediana edad, comportamiento agresivo y seria carencia de principios… un personaje que el director conoce bien, pues podría ser sin lugar a dudas cualquiera de los mafiosos o policías corruptos que ya ha interpretado en sus demás películas. Masao es la oposición moral a Kikujiro, un niño de unos 10 años que deslumbra inocencia y ternura, dentro de un papel llevado por Yusuke Sekiguchi quien aparentemente no volvió a aparecer en el cine.

Kikujiro y Masao se embarcan en un caótico y desastroso viaje por Japón en busca de la madre del pequeño, quien aparentemente dejó a su hijo a cargo de su abuela para conseguir trabajo en otra ciudad. Kikujiro, siendo el adulto, tiene el rol oficial de hacerse cargo del niño, pero su absoluta dejadez, malas formas y ludopatía comprometen rápidamente el plan, obligando a la pareja a hacer todo tipo de triquiñuelas y engaños para conseguir llegar a su destino.

A través de un soberbio guión, la química entre los dos personajes da pie a situaciones de lo más interesante, divertido y en menor medida, dramático. Consigue con maestría distraernos del argumento principal de la película para mostrarnos cómo estas dos personas «externas» al sistema (una por su naturaleza rebelde y la otra, por su minoría de edad) sobreviven en un mundo incierto, movido por el dinero y el interés propio.

Además, en su travesía encuentran a otras almas también excluidas de la sociedad, gente sin aspiraciones de grandeza que abren sus brazos a los demás, con pureza absoluta de espíritu y sin prejuicios. Son aquellas personas que conocemos algunas veces en la vida que, de manera fortuita, cambian nuestra manera de ver el mundo, porque nos alejan de todas las normas sociales y nos acercan a lo que realmente importa: la felicidad sin matices.

Con permiso de la grandiosa ‘Hana-bi: Flores de fuego’, el ejercicio de dirección orquestado por Kitano podría ser el mejor de su carrera. El contexto argumental así lo permite, introduciendo lugares variopintos a lo largo de los caminos y pueblos de Japón, de los cuales el trabajo de fotografía toma buena nota dejando algunos fotogramas absolutamente maravillosos. Captar la belleza del País del Sol Naciente no es difícil, y cualquiera que lo haya visitado lo sabrá, pero añadirle un toque de decadencia tal y como consigue ‘El verano de Kikujiro’ merece sin duda el más profundo halago.

Hacia los dos tercios del filme llega el giro dramático de la película, momento tras el que Kitano desarrolla en su personaje y un grupo de secundarios eso que tan bien sabe hacer: llegar a lo más profundo del kokoro, y para ello utiliza su magia humorística que tan bien conocemos. La película, entre otras muchas cosas, se erige como un discurso sobre la naturaleza humana y sus múltiples (y a menudo, afiladas) aristas, proyectando luces y sombras sobre todos sus personajes de manera brillante.

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