Pensamiento japonés

Conociendo a Yasujiro Ozu. La trilogía de Noriko

Acercarse con ojo analítico a la obra del aclamado autor japonés Yasujiro Ozu es tarea de una dificultad incalculable, pese a que el mismo director incide en lo sencillo y elemental de su trabajo cinematográfico. Revisar hasta el más ínfimo de sus planos y llevar a estudio cada uno de sus diálogos sacará a contraluz todo un discurso vital implícito en la forma de hacer cine, un cine que fue muy prolífico en una época difícil para el audiovisual japonés: el mismo Ozu reconoce la inmensa fortuna de poder haber participado en la industria de sus sueños cuando Japón estaba atravesando los complicados años 30 y 40. La llamada “trilogía de Noriko”, no es más que una colección de películas con una actriz protagonista común (Setsuko Hara) sin ningún otro lazo argumental o personaje en común —salvo que la buena de Setsuko interpreta siempre a una mujer llamada Noriko, que a pesar del nombre es un personaje distinto en cada filme. También encontraremos en las tres las maravillosas interpretaciones de Chisu Ryu y Chieko HIgashiyama, entre otros.

La trilogía de Noriko está compuesta por ‘Primavera tardía’ (1949), ‘Principios de verano’ (1951) y ‘Cuentos de Tokio’ (1953) siendo ésta última la más conocida de la filmografía del director. Las tres películas sin embargo ostentan una calidad fílmica similar, y apenas podemos achacar a los azares del destino que una haya pasado a la conciencia popular más que las demás. El estado de lucidez de Yasujiro Ozu se funde con el estado crítico de la posguerra japonesa para dar a luz a verdaderas obras de arte del cine, catalogadas así por propios y ajenos, y en las cuales la cultura nipona es la columna vertebral de la trama.

 

Un cine universal

Un tema principal de las tres películas, quizá el tema que recorre con más intensidad las seis horas de este cine japonés es el de la brecha generacional entre padres e hijos —y aún de manera algo más secundaria, entre abuelos y nietos. No me malinterpreten, no son películas monotemáticas, nada más lejos de la realidad: también hay otros grandes discursos como el papel de la mujer en la sociedad o la necesidad de reformular la definición del matrimonio. Todos y cada uno de estos aspectos, mostrados con belleza absorbente por el maestro Ozu en su mundo, el japonés, se descubren como un asombrosamente presentes en el resto de culturas y lugares del globo.

Alguna vez se ha dicho que el cine de Ozu es “demasiado japonés” cuando su cine, salvo en la forma, es totalmente universal. Cuando Setsuko Hara habla de su autonomía como mujer para escoger matrimonio en ‘Principios de verano’ les está hablando a las jóvenes del planeta entero; cuando Chisu Ryu contempla con resignación cómo sus hijos prescinden de él y su mujer está reflejando un sentir común en todos los padres que ven alejarse a sus retoños. Estas situaciones familiares, manejadas con suma elegancia, no son sino la expresión última del cine: un diálogo de tú a tú con la naturaleza de la humanidad y sus infinitos, complicados entresijos.

 

La mujer que marcó una era

El papel de Setsuko Hara, alias Noriko, es el de una mujer con una fuerza formidable. Se presupone a la mujer japonesa con inocencia y conformismo desde el prisma occidental, pero la realidad es mucho más rica en matices, como Noriko: está llena de dudas, pero no quiere que la gobiernen. Se resiste a dejar atrás a sus padres y casarse pero comprende tras madurar que es el ciclo de la vida en la sociedad que le ha tocado, aunque no permitirá que otros decidan por ella.

—Desde la guerra, las mujeres se han vuelto muy descaradas.

—Eso no es cierto. Así es como debe ser.

—Por eso no consigues casarte.

—No es que no lo consiga, es que no quiero.

Por increíble que parezca, este tipo de dilema aún está presente en la sociedad femenina japonesa, aunque lentamente se está superando. En la época de nuestro venerado Ozu esto era un tema efervescente, el modelo clásico de matrimonio concertado había empezado a entrar en crisis y fue de una valentía importante llevar un personaje así a la gran pantalla cuando, además, ya se había consagrado como director “para los japoneses” y no otro director norteamericano con ideas occidentales extravagantes más.

 

La ocupación norteamericana

Ozu tuvo que lidiar con la censura impuesta por los estadounidenses desde el principio hasta el final. La ocupación extranjera, que se opuso firmemente a dejar cualquier rastro de denuncia a la opresión y miseria causados tras la guerra, intervino en repetidas ocasiones sobre el cine de Ozu, en particular sobre ‘Primavera tardía’.

El ambiente de Tokio en los años 50, asfixiante y con poco margen para soñar con un futuro mejor —tan solo en mantener el status quo, influyó decisivamente sobre aquella generación anciana que vivió el auge militarista de principios de siglo y vio a la nación sucumbir tras la aplastante derrota en la Segunda Guerra Mundial. Estas consideraciones no son explícitas en la trilogía de Noriko pero están ahí, entre líneas, son el testimonio de una generación narrado con planos largos de cámara baja y escenas de reunión familiar.

 

Un país en constante evolución

Pasar los horrores de la guerra en la etapa adulta modela el carácter hacia la docilidad, mientras que vivirlos en la niñez habitualmente empuja a los jóvenes a la superación desenfrenada y la competitividad extrema. Ocurrió en la generación de la posguerra, también ocurrió en Japón, pues no por casualidad ambos países gozaron de unos años de milagro económico —cada uno a su escala— para dejar de ser países de tercera y convertirse en potencias mundiales. El problema de un crecimiento económico tan veloz es que, en el camino, hay que hacer sacrificios.

Los jóvenes de ‘Cuentos de Tokio’ son gente dedicada al trabajo hasta el punto de eliminar el lazo con su familia, la misma que hasta entonces había sido fuerza motriz de Japón en la era Meiji. Este cambio de filosofía es un abismo que separa padres e hijos en un mundo cada vez más exigente, más individualista. A través de los familiares de Noriko, Ozu presenta un lamento ahogado de cómo su patria se deshace entre el estrés, el trabajo excesivo y el desaliento. Es el Japón del que le tocó despedirse a sus 63 años, firmando una carrera fílmica inigualable que empezó en el cine mudo y terminó en el technicolor.

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