Pensamiento japonés

Cien mil sakuras – Capítulo 4

El exilio de Toyotomi Hidetsugu resultó totalmente inesperado. ¿Qué queda ahora del que en otros tiempos fue un señor honorable y respaldado por el cielo? El destino aún guarda una carta para Hidetsugu.

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IV 

El monje Kūkai fue un venerable estudioso del budismo. Ilustrado y de gran profundidad espiritual, viajó a China y practicó la vida monástica con avidez, tras lo que fundó el budismo shingon. Su experiencia vital le sirvió para asegurar que la iluminación se podía alcanzar en esta misma existencia. ¿Debía interpretar Hidetsugu como un augurio haber sido destinado, entonces, al lugar que sirvió de refugio para el monje Kūkai? El Monte Kōya, siete siglos después, era el epicentro del budismo shingon, así como un lugar apacible para las artes y la contemplación. Este sagrado lugar era al mismo tiempo un sarcófago del cual sólo quedarían las cenizas de su próximo huésped… no sin antes presenciar un acontecimiento que, aún hoy, se reserva a los mitos y leyendas.

El viaje desde las dependencias de Hideyoshi hasta el templo del Monte Kōya duró más de un mes. Bajo una custodia férrea, Hidetsugu observaba con tristeza aquellos parajes que en otros tiempos había conquistado a lomos de su caballo en heroicas contiendas; lugares que ahora le recibían como un simple preso, prácticamente como a un bandido. La travesía fue una forma de expiación para Hidetsugu, que trató de superar el duelo de lo que había ocurrido. Perder de una manera tan dramática su posición como regente imperial, incluso pese a sus dóciles formas con su tío Hideyoshi, era un duro revés para su orgullo. ¿Dónde estaban ahora sus partidarios? Ninguno de los daimyos, cortesanos o influyentes monjes que le ofrecieron su favor parecen haber impuesto la más mínima resistencia a la irracional conducta de Hideyoshi.

—De poco me ha servido ser kanpaku si no he conseguido sólidos apoyos. Quizá no merezca ser recordado como un gran hombre de la historia y de ahí nace mi desasosiego ahora mismo. Pero también pienso si no hubiesen sido todos mis esfuerzos en vano, pues la casa Toyotomi nunca prosperará de verdad.

En estas reflexiones se debatía Hidetsugu dentro de su palanquín durante el viaje. Pensaba también en su mujer, sus hijos y sus criados, quienes fueron retenidos en la capital bajo arresto. Esta orden, directa de Hideyoshi, fue una medida sin precedentes. ¿Acaso temía una rebelión? ¡Qué orden tan desproporcionada!

Cuando Hidetsugu llegó a su lugar de exilio, los monjes le recibieron con todas las atenciones. Le fue preparado un cuarto de unos 6 tatamis, bastante austero, en el cual la luz sólo se filtraba por una pequeña puerta de papel que daba al jardín. En el jardín sólo había algunas plantas y farolillos. Pese a que resultaba un lugar angosto, estaba limpio y había sitio para escribir y contemplar la luna.

—Al menos podré dedicarme a copiar sutras día y noche —suspiró, abatido.

El gusto por la creatividad y las artes de Hidetsugu era conocido en todos los rincones de Japón. Pero ahora no se encontraba en disposición de componer un simple poema, no tenía ninguna motivación para expresar sus lamentables sentimientos. Los monjes que le recibieron observaron con tristeza cómo, según se sucedían los ciclos lunares, aquel hombre otrora elegante y señorial ahora presentaba un aspecto débil y su piel tomaba color pálido. ¿Cómo es posible que no hubiese ningún partidario de su causa? ¿Es que nadie iba a acudir ni siquiera a compartir un cuenco de arroz con aquel hombre, que con tanto empeño se dedicó al servicio del Emperador? Estas consideraciones nublaban la cordura de Hidetsugu. La imagen del suicidio aparecía cada vez con más frecuencia en sus sueños; sería mejor acabar ya con una causa que se perdió hace tiempo y marcharse de manera honorable, aunque dicho honor no fuese recordado jamás. Sin embargo, no se atrevía a terminar con su vida de inmediato. En su lugar escribió:

 

Cuéntame, luna

cuántos hombres

han confesado su amargura

y te dijeron adiós

bajo tu resplandor plateado.

 

Pero un lluvioso día de abril el desdichado preso recibió una visita de manera inesperada. Un hombre se introdujo silenciosamente en su ventana poco después de medianoche. Su indumentaria de campesino tenía manchas de sangre y escondía un sable corto entre los pliegues de su ropa. Sacó un sobre lacado de la manga y lo depositó al lado de la almohada del destinatario. Hidetsugu se despertó y contempló el sobre con cierto temor. El emblema de la casa Toyotomi aparecía estampado en la carta de su interior. Parecía verdadero. Con el corazón alborotado, leyó la carta.

 

« A mi distinguido señor, el honorable Toyotomi Hidestugu.

Le escribo esta carta sin garantía de que se la pueda hacer llegar. En primer lugar quiero disculparme con usted por no haber sido capaz de habérsela enviado con mayor prontitud. Creo imaginar la lamentable posición en la que su tío Hideyoshi le ha situado, ordenando el exilio de forma tan lamentable y desmerecida para un señor de tan alta consideración. La residencia en la que se encuentra ahora mismo está custodiada por medio millar de guerreros y es prácticamente imposible acceder; especialmente por la arrogante negativa de su tío para permitirnos visitarle. De nuevo le pido disculpas por no haber conseguido comunicarme con usted.»

Hidetsugu miró por la ventana para asegurarse de que no había nadie alrededor. Su corazón golpeaba el pecho con intensidad.

«Sin más preámbulos quiero ponerle al tanto de los extraordinarios sucesos que han ocurrido tras su exilio. Por favor, no pierda la calma y lea con detenimiento lo que a continuación le voy a describir, incluso aunque sus fuerzas flaqueen y mi relato le resulte del todo irreverente. Sólo puedo revelarle que soy uno de sus más fervientes partidarios. Por motivos de seguridad no le revelaré mi identidad.. Sospecho que no conoce los rumores que circulan sobre usted. Se dice que tiene tendencias sádicas, que tortura a sus prisioneros y que intentó asesinar al nuevo kanpaku, Toyotomi Hideyori. La extensión de estas habladurías baratas ha sido muy persistente por la corte, y no me cabe duda de que no son más que falsedades provocadas por su tío. Es de verdad muy triste que un gran señor como Hideyoshi esté detrás de estos asuntos, pero me temo que probablemente sea así. La rumorología lamentable que le digo hizo mella en muchos señores poderosos, provocando un sentimiento de apatía hacia usted. A menudo escuchaba comentarios despectivos hacia usted y se llegó a difamar asegurando que usted estaba loco.»

Hidetsugu derramó lágrimas de rabia a mitad de la carta. Ahora cobraban sentido ciertas actitudes que había podido presenciar en los últimos tiempos cuando invitaba a algunos señores de influencia a su castillo. Le dieron ganas de golpear la pared por no haber sido capaz de anticiparse a las sucias maniobras de su tío. Al cabo de unos minutos, siguió leyendo.

«Yo mismo pude haberle transmitido esta información con anterioridad, pero tenía miedo de ser descubierto. No sería la primera vez que Hideyoshi se percata de asuntos privados de mi clan, le pido mis más sinceras disculpas por no haber podido hacer frente a esta situación. Lo que resultó aún más inesperado es lo que sucedió a continuación.

Cierto día llegaron noticias de que, a principios del mes de marzo, los cerezos habían empezado a florecer en los alrededores. Aún faltaban semanas para la floración, así que se calificó el acontecimiento de sumamente extraño. Jamás se había registrado un episodio similar. Las gentes estaban felices de cómo, de la noche a la mañana, muchos cerezos aparecieron en flor. Al cabo de los días, el fenómeno continuó por la ruta que dirige hacia el sur. ¡Las flores viajaban! Incluso algunos decían que habían aparecido árboles de cerezo que antes no existían. ¿Acaso los árboles se multiplicaban? Estupefactos, algunos campesinos de los alrededores vigilaron por las noches los caminos en busca de algún ser divino. Y entonces lo comprendieron. Cien mil sakuras brotaron en el camino que nuestro honorable señor, Toyotomi Hidetsugu, emprendía hacia su exilio. Las flores divinas señalaban su protesta por el castigo impuesto, no cabía duda al respecto.»

Hidetsugu miró por la rendija de la ventana. El patio interior del templo no permitía ver más allá. ¿Sería posible lo que acababa de leer? Le gustaría poder echar un vistazo a los bosques de alrededor. Entusiasmado, leyó:

«Muchos daimyos y cortesanos importantes comentaron, frotándose los ojos, el suceso. No tardarían mucho en comprender que la decisión de enviarle a usted al exilio iba en contra de los designios de la naturaleza, y por lo tanto, acudirían a exigir a Hideyoshi que revocara la orden. Yo formo parte de ese grupo, y hasta el momento de escribir esta carta, sólo le puedo garantizar que intentaremos todo lo posible. Recurriremos a la espada si es necesario.»

La carta terminaba de manera abrupta, lo que extrañó a Hidetsugu. Se sentó en el tatami y miró las nubes. Añoraba las tardes refugiado bajo el gran árbol de cerezo de Kiyosu.

Se conoce poco sobre el plan secreto por las fuerzas favorables a Hidetsugu para recuperarlo en el poder y derrocar así a Hideyoshi. Como de costumbre, la historia sólo la escriben los vencedores, y no fue difícil para Hideyoshi eliminar la amenaza que suponía su sobrino. Apenas dos días tras la recepción de la enigmática carta, Hidetsugu fue condenado a cortarse el vientre en suicidio ritual. Todos sus familiares y simpatizantes cercanos también fueron sentenciados de la misma manera. Tras esta drástica decisión, los defensores de Hidetsugu no encontraron motivos para seguir con sus planes. Este suceso es uno de los más dramáticos en la historia samurái, y se acostumbra a señalar como el gran error que cometió Hideyoshi en su vida, lo que ocasionaría que el clan Tokugawa aplastara a Hideyori para afianzar definitivamente la paz de Japón. A pesar de lo triste que resulta esta historia, en la actualidad la contemplación del cerezo en flor o hanami es un festival que alegra los corazones de todos los japoneses. No me cabe duda de que el espíritu de Toyotomi Hidetsugu habita en cada uno de ellos.

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