Soy joven y siento que el tiempo se desvanece entre mis dedos. Apenas puedo entender por qué siempre tengo una sensación de estar malgastando mi vida. He de reconocer que he vivido momentos en los que sí he olvidado este sentir por un tiempo, incluso durante algunos días. Aún entonces, soy consciente de que ese alivio es sólo pasajero, y que pronto volveré a sentir opresión en el pecho. Creo que he satisfecho ciertos placeres de esta vida como amar y ser amado, viajar a lugares remotos para conocer culturas que fascinan o aprender todo tipo de cosas interesantes, desde cómo manejarse en la cocina hasta dominar otro idioma. No puedo negar que muchas de estas experiencias me han hecho pensar, al menos por un momento, que no he desperdiciado mi tiempo de vida, e incluso me han satisfecho enormemente. Cuando pienso en cómo esta satisfacción es efímera, lamento siquiera haberla tenido alguna vez, pues ya jamás la podré recuperar.
La primera vez que abandoné Japón y visité París recuerdo sentir una gran expectación. Era la primera vez que viajaba al extranjero y en consecuencia, estaba inquieto. No exagero al decir que hasta el último momento antes de subir al avión, me arrepentía de viajar por temor a la decepción de lo que me esperaba. Ese arrepentimiento desapareció cuando alcancé la estratosfera y me permitió dejar volar la imaginación conmigo allí mismo, dentro del avión de una aerolínea de bajo coste que ya he olvidado. ¿Sería Nôtre Dame tan mágico como dicen? ¿Me encontraría muchos parisinos desagradables? Preguntas de esta naturaleza invadían mi mente. Estaba convencido de que encontrarles respuesta me cambiaría la vida de algún modo.
Lo primero que hice tras tocar tierra fue ir a la librería Shakespeare&Company. Mi visita no tenía intenciones turísticas. Había quedado allí con una mujer de avanzada edad. La historia de cómo le conocí prefiero omitirla, solo señalaré que no nos habíamos visto en persona y apenas nos conocíamos, así que fue una especie de cita a ciegas, con el curioso detalle de que ella tenía cuarenta años más que yo. Nos encontramos frente a la famosa librería aquel agraciado día de mayo, y pudimos charlar y pasear por los alrededores. La cantidad e intensidad de sensaciones y estímulos nuevos ese día fue tan vasta que me sentía como bajo el efecto de algún narcótico.
Lo que más me marcó de ese día, y de todo el viaje a París, fue conocer a esa mujer. Su nombre era Antonia Alexandra Klimenko, y era poeta. Aún hoy me lamento de no haber tenido entonces un nivel de inglés a la altura de las circunstancias, complicando en ciertos momentos la comunicación, pero pude entender lo suficiente para que marcara un antes y un después en mi vida. Le pregunté muchísimas cosas que jamás le había preguntado a nadie porque, venga ya, esa persona había vivido más del doble que yo, no tenía motivos para cohibirse —ni tenía tendencia a ello— y además, adoptó cierta actitud pedagógica conmigo.
Esa mujer de sesenta y un años me aseguró que jamás había estado enamorada. Había tenido parejas, tuvo un hijo e hizo una vida más bien bohemia, relacionándose con gente del mundo del arte, habitualmente de mentalidad idealista. Cuando decía no haber conocido el amor ella no se sentía diferente ni desdichada. Ni siquiera me pareció que le diese importancia. En su momento pensé que, quizá, el tiempo hizo mella en sus recuerdos y alteró un episodio amoroso de su vida. También pudo haber sido un acto consciente. Pero siendo realistas, no me pareció una mujer inmadura, y no lo digo por su edad —de hecho, madurez y edad no van de la mano—, por lo que creo en la veracidad de su afirmación.
Cuando nos sentamos en un parque a tomar un refrigerio, seguimos con nuestra conversación. No sé cuál fue el pretexto, pero me dijo: «las personas son realmente como son cuando están solas». Que todos mostramos nuestro yo real en la privacidad y nuestro yo aparente en sociedad es evidente, y es a grandes rasgos lo que entendí en aquella ocasión. Pero tras varios años de reflexión, creo que su manera de expresarlo esconde algo más. En concreto, en cuanto a que las personas deben estar solas para ser quienes son. He conocido a mucha gente que huye constantemente de la soledad, y cuando pienso en ellos, no puedo evitar sospechar que llevan una vida de mentira, de que ellos mismos se atrapan bajo capas y capas prefabricadas de personalidad que terminan por reemplazar a su personalidad verdadera, si algún día la tuvieron. Teniendo en cuenta que alguien puede perder de vista todo signo de su personalidad auténtica, ¿qué motivación le queda para vivir? Todo lo que dice, piensa y hace no viene dado de su interior, sino del exterior.
A menudo, yo tampoco encuentro mi motivación para vivir, así que trato de descubrir si tiene algo que ver con eso. Es probable que sea víctima de muchas modas de la sociedad sin ser consciente, no soy tan ingenuo como para pensar que me he vuelto invulnerable al mundo plagado de estímulos en el que vivimos. Pero a mí sí me gusta estar solo y muchas veces identifico tendencias de la comunidad en la que vivo que, de verdad, me causan repulsión. Pero en mi soledad siempre falta algo. Quizá cometo un error confiando en mi personalidad. Quizá mi auténtico yo es así de vacío y por eso cuando miro en él, no encuentro nada.
Una idea sobre “Cuando abandoné Tokio”
Bonito post, te invito que hagas una segunda parte de esto.