Pensamiento japonés

Cien mil sakuras – Capítulo 2

Interrumpido durante su contemplación de las flores de cerezo, Toyotomi Hidetsugu se enfrenta a los últimos estandartes del clan Hōjō por órdenes inmediatas del kanpaku, su tío Toyotomi Hideyoshi. La escalada al poder de Hidetsugu está cerca de su culminación; sin embargo no todo en la vida del hombre es la gloria y el honor. Hay significados más elevados capaces de embriagar los sentidos.

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II

Cuando el gorrión encuentra un espacio susceptible de convertirse en su nuevo nido tras una larga travesía, busca un arroyo cercano para remojar su pico. Solo durante esa pausa, en la que el pajarillo se desprende de la tensión acumulada antes de volver al trabajo, se halla verdaderamente el sentido de toda naturaleza.

La majestuosa formación guerrera de Toyotomi Hideyoshi alcanzó los dominios de Kiyosu bajo la lluvia de sakuras. Recibir la visita del mismísimo kanpaku, regente imperial, removía el estómago de Hidetsugu. Aunque se tratase de su propio tío, no podía contener la emoción y el nerviosismo previos a la reunión con él, a la que seguiría la marcha hacia el combate. Odawara era la fortaleza de un resistente clan Hōjō, cuyos mayores días de gloria se habían evaporado como la nieve a la llegada de la primavera. La pericia militar de Hideyoshi le había alzado desde el más humilde de los orígenes hasta un cargo de enorme poder efectivo: una escalada de posiciones verdaderamente atípica que ponía de relieve su gran capacidad como líder. Todo ese incalculable legado podría caer sobre las manos de Hidetsugu como el rocío de la mañana. Quizás ahora fuese el momento decisivo. Era la primera vez que Hideyoshi acudía personalmente a él para preparar la batalla.

Tras la debida ceremonia, Hidetsugu invitó a Hideyoshi y parte de su séquito a la sala de audiencias que había preparado, a la que también acudieron los más importantes generales. Reconoció a Tokugawa Ieyasu, Ishida Mitsunari y Oda Nobukatsu, entre otros. Se sintió verdaderamente asombrado del despliegue que había en sus dominios, algo inédito para él. Cuando el cónclave se hubo establecido, se expuso la situación.

— La agresividad del clan Hōjō va contra la estabilidad del Imperio —aseveró Hideyoshi—. Su resistencia debe ser eliminada. Para que nuestra acción sea definitiva, debemos de atacar de manera efectiva en todos sus puntos neurálgicos al mismo tiempo.

Los asistentes, situados con protocolo frente al regente, se mostraron de acuerdo. Eran plenamente conscientes de que la superioridad de sus fuerzas permitía relativa tranquilidad. Sin embargo, no había que confiarse. El clan Hōjō aún contaba con varios fuertes aliados, por lo que aún mantenían una posición férrea.  Así, Hideyoshi solicitó a Hidetsugu efectuar personalmente un asedio al castillo de Yamanaka. Esta maniobra sería imprescindible para consolidar la ofensiva. Hideyoshi quería asegurar el éxito, y le asignó 50.000 guerreros con la orden de partir a la mañana siguiente. La responsabilidad de Hidetsugu era muy importante ya que de su éxito dependía el acceso del ejército principal al núcleo de la defensa enemiga, pero él se sentía confiado. Esa noche acudió al gran cerezo para contemplar por última vez su belleza bajo la luz de la luna. Se sintió triste por abandonar tan temprano su nuevo hogar, lamentando no volver a despertar con la sombra del árbol bajo su ventana. Mientras se encontraba inmerso en sus reflexiones, Tokugawa Ieyasu se cruzó con él.

— Magnífico jardín coronado por este venerable cerezo, Kiyosu-dono— susurró Ieyasu.

— Es un símbolo de fortuna —contestó Hidetsugu, realmente complacido—. Acompañaréis a mi tío al asedio principal. Será una campaña larga, por favor, aceptad este humilde regalo y tomadlo si la batalla se complica —dijo, y preparó un estuche surtido de una infusión de sakura delicadamente conservada, con pétalos seleccionados de su propia mano. En la superficie del estuche destacaba el emblema de la casa Toyotomi.

— Vuestra elegancia y sobriedad son un ejemplo. Así lo tomaré, y recordaré nuestro encuentro bajo este cielo estrellado— sentenció.

El camino hacia Yamanaka rodeaba los pies del monte Fuji. Su grandeza iluminó la mente de Hidetsugu, que vestía su característica armadura rojinegra. Tanto él como sus hombres sospechaban que no sería un combate fácil, y tenían razón. El asedio comenzó con dificultades, puesto que los defensores pasaron pronto al ataque. A pesar de que la fuerza Toyotomi superaba en más de diez veces a la fuerza Hōjō, estos presentaron un combate impecable. Fueron capaces de romper las líneas en un ataque brutal y desorganizar a sus invasores, causando un gran número de bajas y desmoralizando de manera preocupante a Hidetsugu y sus generales.

— No podemos tolerar que el enemigo cause el caos a su antojo. ¡Debemos retomar la iniciativa!

De inmediato dio órdenes al brazo derecho de la formación para replegarse y atraer al enemigo hacia sí, y justo entonces lanzó a su caballería como un latigazo que acorraló y arrolló con severidad a los Hōjō, que perdieron toda la estabilidad en cuestión de minutos. Pronto, la retaguardia de la defensa ardió en llamas, surgidas de las flechas lanzadas por los soldados Toyotomi, lo que dejó al ejército enemigo sin poder refugiarse en su propio castillo. Cuando la batalla ya estaba prácticamente decidida, utilizó su comodín: un honesto pero mortífero grupo de soldados con tanegashima, el arma de fuego que le había suministrado su tío. Por momentos, Hidetsugu observaba con fascinación a sus guerreros segando las almas de unos pobres diablos que corrían por sus vidas.

El ataque fue un éxito, y eso permitió que el comando principal, liderado por Toyotomi Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu, asediara con comodidad Odawara. Fueron tres largos meses en los que tanto la tropa atacante como la defensora parecían dedicarse a los placeres, en lugar de a la guerra. El despliegue de medios de Hideyoshi ofrecía todas las comodidades a sus hombres que, buscando la victoria por inanición de los Hōjō, esperaron en las afueras mientras disfrutaban de fiestas, artistas y concubinas. Finalmente, cuando la defensa cayó y el territorio fue conquistado, Hideyoshi reunió a sus generales. Era necesario asignar nuevas responsabilidades tras esta campaña, que se había dilatado en el tiempo mucho más de lo esperado. El gran beneficiado fue Tokugawa Ieyasu, cuya resolución encantaba a Hideyoshi.

En cierto momento, Ieyasu interceptó a Hidetsugu.

— En las primeras semanas del asedio, el enemigo se mostró imperturbable, sin ofrecer oportunidad para nosotros. Tu honorable tío parecía perder la paciencia por momentos. No obstante, decidí compartir el té de sakura que tú mismo me regalaste con él. Gracias a ese rato de distensión, y a las propiedades excepcionales de la infusión, pudo refrescar sus capacidades y reflexionar. Así, pudimos superar la situación con holgura. Ahora, este espléndido castillo ha quedado bajo mi control, y mi agradecimiento al kampaku es indefinible. Creo firmemente que fueron los pétalos del cerezo que me ofreciste los que le aclararon la mente; tu sentencia era correcta. Aquel majestuoso árbol es fuente de fortuna— dijo Ieyasu, conmovido.

La declaración del líder Tokugawa le resultó sorprendente a Hidetsugu. Le invadió un sentimiento de felicidad y sosiego que jamás había tenido. ¿Y si realmente él, Hidetsugu, había sido bendecido con una dicha especial? ¿No había presenciado suficientes muestras de lo excepcional acontecido aquella primavera? ¿Qué más podía esperar? La respuesta llegó unos meses después. Uno de los mensajeros de Hideyoshi le solicitó para reunirse con su tío, a lo que acudió sin demora.

— Oh, sobrino. Te estaba esperando. Por favor, pasa rápido y siéntate sin ceremonia— indicó Hideyoshi. Mandó preparar unos pasteles de arroz para acompañar con el mejor sake que tenía.

— Sí, señor.

— Creo que nuestra familia ha asegurado el Imperio con intachable resolución. Desde la regencia, hemos conseguido contrarrestar numerosas amenazas que ponían en peligro la estabilidad territorial y el buen hacer de nuestros ancestros —se detuvo unos instantes, con el semblante pensativo—. Creo, en definitiva, que los Toyotomi hemos madurado, y nuestro ilustre Emperador ha dado cuenta de ello. Sobrino mío, me retiraré de mi posición de kanpaku y te la cederé en este mismo instante. Esta es una decisión que he reflexionado con cautela; pues no es secreto que no me queda mucho tiempo de vida y eres mi descendiente más capaz. El destino ha querido reservarte un papel irremplazable en la historia. Mientras viva, dirigirás el nombre Toyotomi. ¡Brindemos por el nuevo kanpaku de esta gloriosa tierra, Toyotomi Hidetsugu!— y brindaron y bebieron toda la noche con alegría y sin protocolo.

La administración del nuevo kanpaku gestionaba un país que volvía a sus tiempos de paz y regocijo. El sol brillaba con una luz acogedora, florecían las artes y los hombres podían dedicarse a embriagar sus sentidos con sake. Aunque había mucho trabajo por hacer todavía. La posición de Hidetsugu le exigía supervisar todo aquello relacionado con la moneda, la seguridad y la diplomacia, como el halcón que vuela alto estudiando los accidentes geográficos del valle. Los contactos con la corte imperial eran agotadores, pero siempre satisfactorios. El amplio círculo de influencia alrededor del kanpaku hacía que todas las peticiones de los diferentes señores se llevaran a cabo a menudo con acierto. En otras palabras, Hidetsugu sabía cómo manejarse en la diplomacia; no en vano había aprendido observando a un maestro.

Su sosiego, después de presenciar unos acontecimientos tan maravillosos con los sakuras de la fortuna, era absoluto. Dedicaba de tres a cuatro horas al día a contemplar, plantar o cuidar de todos los árboles de cerezo de sus dominios. Si había algo que decidir, acudía a los pies del cerezo más cercano y echaba la siesta bajo su sombra. Cuando llegaba la primavera, mandaba organizar celebraciones por todos aquellos lugares con floración de cerezos, siempre a cargo de su cuenta. Era conocida su frase:

— A veces, la vida reserva decisiones cuya resolución es imposible de atajar. Ante esa situación, un hombre debe reflexionar con una copa caliente de infusión de sakura entre sus manos.

Las gentes empezaron a concebir a Hidetsugu como el mesías de una religión cuya deidad tenía pétalos de color rosado. En ciertas esferas se hablaba de que tenía una obsesión con la naturaleza, las voces cuchicheaban por las calles y los pasillos.

— ¿Una obsesión, dices? Se podría argumentar que los poetas también están obsesionados con la naturaleza, no veo nada de malo en ello.

— Ahora que es kanpaku ha perdido la cabeza con tanto poder. Todos los hombres pierden el sentido común tras alcanzar una posición tan elevada, solo que algunos lo disimulan mejor.

— Hablando con franqueza, ¿a quién le importan las inclinaciones de nuestro honorable regente imperial? Su autoridad mantiene al pueblo unido, que es lo que importa.

Hidetsugu no daba importancia a las habladurías ignorantes. Las gestiones del kanpaku eran eficaces, y el orden del Imperio hacía tiempo que no conocía tal estabilidad; en gran medida gracias a la mano del regente retirado, Hideyoshi. ¿Qué opinaba al respecto de la conducta de su sobrino? Es difícil de saber. Hideyoshi estaba ocupado en gestionar personalmente la invasión a Corea, una campaña de proporciones gigantescas cuya épica no conocieron los antepasados. La cantidad de recursos que el regente retirado dedicaba para enviar tropas y organizar el territorio nuevo a algunos les parecía una locura. Las aficiones de Hidetsugu pasaban casi desapercibidas al lado de lo que su tío llevaba a cabo.

— Es posible que la edad le esté haciendo perder facultades. Sin embargo, no soy quién para oponerme a sus gestiones.

Cierto día, tío y sobrino se encontraron en la capital después de un par de meses sin contacto. Hideyoshi disponía de largos periodos de ausencia debido a la campaña que se traía entre manos, confiando plenamente en las gestiones interiores de su sobrino. Tras intercambiar las correspondientes noticias, Hideyoshi invitó a su residencia a Hidetsugu, y le dijo que quería que viese algo importante. El kanpaku entró en la habitación de estar, y encontró a una de las consortes de Hideyoshi, la dama Yodo. La bella y delicada mujer se hallaba encinta. El primogénito de Hideyoshi estaba en camino.

 

 

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